Recuerdos del Futuro Pasado. Juan Muñoz

RECUERDOS DEL FUTURO PASADO
(Altamira/Double Bind)

1.- -LUCES Y SOMBRAS DEL ARTISTA DEL INTERIOR

«Más que con la nostalgia, mi trabajo tiene que ver con lo insoportable del ser», decía el artista a Cristina Carrillo de Albornoz en una conversación. De esta forma, Muñoz creaba una serie de representaciones en las que era fundamental la comunicación del espacio en el cual se encuentra la escultura, la arquitectura, con la propia obra, con teatralidad escénica, jugando con el centro temático del hombre en su dominio espacial. «El espacio habitable es el principio básico de mi escultura», y este sentido se palpa en su producción cuya puesta en escena nada en las fuentes del surrealismo más teatral. No hay personajes evidentes, sino insinuaciones de troncos, danzarinas sin piernas, enanos de rostros casi extraterrestres, que hablan del drama de lo humano en una perfecta simbiosis de tradición y modernidad.

En la representación de lo trágico del vivir, Juan Muñoz se vale de la figuración elaborada en bronce, en madera, en materiales de siempre pero que, vistos desde la perspectiva del problema de la incomunicación, resultan de una soberbia actualidad. Por ello, ubica personajes al modo de Giacometti en cuanto a la disposición espacial, varios personajes en un mismo entorno pero de manera fría, como distantes de su verdadera realidad. En palabras de María Dolores Jiménez-Blanco, «rebasa los estrictos límites de lo escultórico para adentrarse libremente en problemas espaciales».

Hay aquí una profunda significación que nos remite al pasado. Al observar las figuras de Tassilli’n’Djer se encuentran formas humanas que bailan, danzan y portan extrañas vestimentas, pero en ocasiones parecen ausentes, como si fueran individualidades personales que se relacionan por el espacio y poco más, dejándose llevar por la masa pero sin el sentido de una reflexión interior, el sentido que de por sí tiene la repetición de ritos en masa como indicara Mircea Eliade.

Además, nos encontramos en la figura de Juan Muñoz al artista que ha sabido navegar contracorriente en tanto en cuanto acepta la misión del arte lleno de una profunda espiritualidad, de un significado que sesga el velo de lo humano frente a la mayoría de las tendencias actuales que se inclinan por la aseptización del objeto artístico. La obra de este escultor madrileño –por ejemplo el "Tren descarrilado" que pudo verse en la primavera de 2002 en la Galería Pepe Cobo- siempre suele trasvasar las fronteras de la simple escultura para adentrarse en la síntesis de ésta con la habitabilidad de la arquitectura. Siempre hay una situación que acaba de pasar o está justo a punto de ocurrir, una dialéctica misteriosa fundada en la lucha de contrarios, la indiferencia del espacio vacío frente al diálogo implícito entre las figuras, el movimiento silencioso y el objeto en soledad, en definitiva, la invitación a adentrarnos en un extraño mundo al tiempo que –como en la coraza que parece proteger el interior de los vagones- nos prohíbe acercarnos.

Juan Muñoz, ya hemos visto, habla de la soledad del ser en la dimensión espacial que ocupa, de un instante sucedido, y el espectador aquí se siente una víctima más del tren descarrilado. El que anda, el espectador que gira en torno a los vagones, lo mira con sobresalto queriendo escapar de su destino; el que mira dentro, el que detiene, busca encontrar sus compañeros heridos. Es el alma puesta del revés, el arte como desvelador de la auténtica personalidad de cada ser humano puesta de relieve dentro de la obra.

Al igual que "El éxtasis de Santa Teresa" de Bernini sirve en Santa María della Vittoria –y sólo allí- para evocar una síntesis de toda la obra de su autor por el entorno natural que le rodea, este "Tren descarrilado" expresa en lo agobiante de su espacio y en el profundo diálogo silencioso del dramático suceso con el espectador la persecución que durante toda su vida llevó Juan Muñoz en el arte, la expresión de la soledad que nos subyuga y “descarrila”.

En una conversación del artista con James Lingwood, referida por Vicente Jarque y publicada en el Catálogo de la exposición realizada en el Palacio Velázquez del MNCARS en 1996, Juan Muñoz hacía alusión a las sensaciones producidas en París al contemplar el "Balzac" de Rodin situado en el cruce del Boulevard Raspail con el de Montparnasse. Allí, la escultura elaborada por un artista de renombre, un artista por cuyo entorno había sido al tiempo marginado y reconocido, una escultura que en cualquier libro de arte, en cualquier catálogo de exposición o en cualquier comentario de una clase universitaria recibe los mayores loores y las más gratas referencias, tan magna obra, veía la gente pasar sin dirigirle ni la más remota de las miradas –tal como ocurre por cierto en nuestra ciudad con el Mozart del Paseo Colón.

Eso fue precisamente lo que llamo la atención de Juan Muñoz, ese hecho que marca una clarividencia esencial por la cual se revela la imperante crisis de la escultura contemporánea. La obra de Rodin allí plantada, irrigada por la indiferencia no es en sí en su invisibilidad producto de la indiferencia, el deterioro o la destrucción, sino que es consecuencia de esa misma existencia, de la permanencia diaria que desgasta su materialidad atrayente. No se trata de la banalización o la pérdida de sentido que pueda arrastrar por el paso del tiempo sino la indiferencia que genera. La escultura, al igual que el banco que hay al lado o las hojas secas del suelo, es parte misma ya del escaparate urbano y la gente se parará a mirarlo igual que mira las papeleras o los pájaros.

Pero no debemos perder el norte. Realmente, este hecho puede ser interpretado de diferentes maneras todas competentes a la situación actual, y de los últimos veinte años, de la escultura. En general, la conceptualización progresiva trae como consecuencia que, al igual que sucede en diferentes estadios del arte prehistórico, el arte termine convirtiéndose en un arte legible más que visible, con lo cual se requiere la determinación de una serie de parámetros previos en los cuales la identificación signo-referente no es válida, en sentido semiótico, sino que es más perentorio el empleo de un sistema basado en la sensación símbolo-interpretación. Ya no se trata de encontrar en la superficie de la escultura física la gnosis de un conocimiento que está dentro de la escultura, sino que la situación se invierte y es el interior de la propia escultura donde el espectador ausente de sí mismo tiene que encontrar la superficie de la obra. Es un viaje de ida y de vuelta, de rebotes continuos hasta dar por visibles los infinitos matices ocultos en la superficie.

Pero por otro lado, esta apreciación que Muñoz hizo sobre la obra de Rodin también manifiesta la decadencia de la estatuaria monumental en el sentido de la admiración que provoca por un lado lo representado y por otro la representación. Ya no hay personajes a los que se suscite admiración suficiente como para ser valorados por el conjunto de la sociedad por una mera representación. La estatuaria monumental, de la que la escultura tanto bebió a fines del XIX y principios del XX, ya no es un valor de base, ya no es válido en el sistema de valores sociales porque lo que importa no es la imagen sino la lectura que se hace de ella. Si no hay lectura posible, sólo imagen, la escultura acaba por hacerse invisible ante el paso de una sociedad del “yo” a una sociedad del “nosotros”.

En este sentido encontramos cómo la metáfora es válida en el sentido del arte prehistórico. Ninguna de las "Venus auriñaciénses" representa a nadie en concreto. No son imágenes de una persona, retratos de veneración de personalidades, ni jefes de tribu ni grandes héroes, sino ideas, pensamientos, sensaciones que están dentro de sí mismas y que se manifiestan al exterior en formas donde no vale la forma –valga la redundancia- sino el contenido de lo que se expresa. Es necesario hacer una lectura desde dentro que nos desvela la verdadera naturaleza de lo externo, de la superficie.

Al igual que el artista prehistórico, Juan Muñoz no hizo sus esculturas para ser públicas –en el sentido conmemorativo- sino que hizo públicas sus esculturas en la vía de expresar algo que está latente en el conjunto de la sociedad. Hoy igual que hace miles de años el mundo vive sumergido en una serie de líneas que se asumen pero cuya verdadera profundidad se ignora o desconoce y sólo el artista es capaz de captarlas y manifestarlas de manera material y física. No se expresa una realidad visible sino, como hemos indicado antes, legible, susceptible de ser leída e interpretada por cada individuo y en ello se manifiestan las mayores semejanzas entre el mundo primitivo y el contemporáneo. No encontraremos en Altamira, en Chatal Hüyük o en Juan Muñoz retratos ni elevaciones banales que centren el espacio y la mente, sino que muy al contrario los pensamientos comunes, los miedos, el sinsentido que existe ante la vacuidad de los valores individuales trasvasados erróneamente a la comunidad, a la totalidad que revierte en la soledad del hombre en sí mismo, esos mismo sentimientos, son los que se expresan en forma de arte.

1.- ILUMINACIONES EN LA SOMBRA

Como el esperpento que trazara Valle-Inclán y que su personaje Latino de Híspalis terminara de ilustrar con Max Extrella como en un viaje dantesco al Infierno, las obras de Juan Muñoz son pequeñas iluminaciones en la sombra del arte de todos los tiempos. Busca en los recovecos de la transustanciación conceptual, es decir, como un hombre primitivo, busca en lo interior de manera instintiva, capta la realidad para transmitirla con la sencillez que requiere, imágenes simples de un mundo complejo. Es por tanto la idea lo que trata de captar, el fundamento, en sí no es más que un acto bíblico de hacer la creación del hombre a su imagen y semejanza no del informe barro tal vez pero sí de la fibra vidrio o el plástico, la madera, etc. Como veremos, en sus obras hay escondido todo este sentido de creación que ha movido al hombre a través de los siglos.

En primer lugar, antes de hablar de obras concretas, sería conveniente precisar que lo que Muñoz buscaba era la recuperación de la figura humana como valor escultórico, algo muy complicado cuando comenzó su labor allá en los años ochenta. En esta época, sus Balcones y Pasamanos son una pura metáfora de lo cotidiano. Son objetos habituales, de la vida diaria que pasan totalmente desapercibidos hasta que nos damos cuenta, o mejor dicho hasta que el artista nos hace ver, la trascendentalidad de su función. Pasan desapercibidos por ser lugares de tránsito y, aún más, si el pasamanos es metonimia de toda la escalera el balcón lo es del espacio interior y el exterior. Aparecen aislados de su lugar real, cobrando un sentido sólo valorable desde la perspectiva del artista. E incluso más allá de ello cobra un registro nuevo el sentido del pasamanos como punto de apoyo, como esa búsqueda de seguridad en el tránsito, en este caso como en aquellos kennings que emplearan los poetas nórdicos del medievo sustituyendo la escalera como metáfora del paso de un espacio a otro, un ejemplo de paso de un trance a otro.

En su balcones como Balcón en el techo del sótano (1986) representa puestos de observación imposibles, lejanos a la realidad humana tangible y sólo compresibles desde el esfuerzo del intelecto. Y es que no son lugares desde dónde mirar, como sería normal en un balcón, sino lugares hechos para ser mirados. En este sentido se invierte todo el proceso real y el sentido del balcón. Nadie va a asomarse por él ni podemos subir a asomarnos, sino que se invierten los polos y somos nosotros los que nos acercamos al balcón para asomarnos a verlo a él.

Hotel Declercq (1986), No hay figuras en sus obras de esta época porque lo que Juan Muñoz quiere precisamente encontrar es el valor que tiene la ausencia de la figura, algo así como lo que sucede con las manos en negativo de las cuevas prehistóricas desde Río Pinturas en Argentina hasta las conocidas cavernas europeas. La ausencia de lo material es lo que indica que existe. En sus Dibujos de gabardina recrea escenarios en negativo, donde en oscuras y tenebrosas habitaciones aparece un entorno que a un tiempo denota la existencia de presencia humana pero sin que exista, sólo hay indicios y no indicaciones.

Como al hombre primitivo, a Juan Muñoz le interesa lo deforme como regla de lo humano, lo deforme por natural que siempre ha picado la curiosidad humana de los genios como Velázquez o Leonardo. En sus inmediatas series sobre los Enanos, las bailarinas y los Ventrílocuos, emite un juego ambiguo entre lo que es y lo que no es, entre lo que existe y puede no existir, lo que está ahí visto pero cuyo sentido es no ser visto, sino sentido, «ocupado o desocupado, habitado o extrañado». El propio Juan Muñoz ha declarado que el enano le interesa como un tipo humano, como un personaje que representa algo que está de actualidad en nuestros días, el antihéroe.

En efecto, frente a la estatua común y corriente que ha sido promovida incluso en buena parte de las vanguardias históricas, ahora ya no son los generales ni las personalidades ilustres las que copan los modelos a seguir sino que sus estatuas, como el Balzac de Rodin, se convierten en mobiliario urbano al servicio de los viandantes. Los jóvenes ya no tratan de imitar a los grandes eternos sino a los pequeños fugaces, a quienes obtienen la fama de la manera más banal y rápida posible e incluso aún más, no sólo se fijan en ellos sino que lo que tratan es de imitar sus modos, no de basarse en ellos para tratar de superarlos. El enano viene a representar lo que los seres itifálicos en la pintura rupestre, un ritual donde salga a la luz la materialidad humana real. Así, en The Wasteland (1987), coloca a una figura enana –no un enano propiamente- sentada sobre un leve estante apenas unos centímetros de un suelo cuyo trazado es geométricamente ilusionista, distorsionador, impracticable, cuyo efecto es el de crear una atmósfera donde el espectador se encuentre incómodo ante lo mareante del suelo. Aquí, la dimensión de la figura pretende crear con la dimensión óptica un efecto de carácter háptico. La pequeñez de la figura, su consabida desnudez e incluso lo absurdo de su asiento hacen que “desocupe” más que ocupar un lugar en este espacio ilimitado por el efecto de la solería. Está ahí, pero está lejos al tiempo que accesible, desafiando al espectador con su insoluble sonrisa cual dios de Tassilli. Sus enanos son antihéroes porque son todos iguales, apenas unos atisbos aquí y allí pero todos tienen rasgos indefinidos y visten del mismo modo. Son masas de una sociedad de masas donde la individualidad consiste precisamente en ir como los demás. Unos se creen más diferentes que otros porque visten de un determinado modo o escuchan una determinada música, y cuando se juntan todos los de una determinada inclinación se muestran contentos precisamente porque se sienten seguros cuanto más son. Es entonces cuando se produce la paradoja, se genera el estereotipo social y se le otorga razón a Aristóteles cuando afirmaba que el ser humano es político por naturaleza. Los enanos aparecen sin pedestal, en posiciones irregulares como el Enano con tres columnas (1988), o incluso dispone un pedestal que ironiza sobre ese sentido del antihéroe social como en Enano con caja (1988), y cuando la figura no se presenta anónima sino que tiene una eponimía propia y particular como en Sara frente al espejo (1996) «es porque la extrañeza parece elevarse a autoconciencia».

Este extrañamiento del vivir y de presentar la figura viva se hace más acuciante en sus figuras de bailarinas como en Bailarinas en apartamento (1990). Su base semiesférica simula un tutú que como un castigo mítico las obliga a bailar eternamente donde quiera que traten de ir, ya que precisamente por su forma no pueden desplazarse en el espacio. De paso, plantea la contradicción de la conversión del espacio en tiempo frente al sentido real de la danza en el que es el tiempo a través de la música el que se despliega en el espacio.

Frente al dinamismo de las danzas representadas en Cogull o Valltorta, las bailarinas de Juan Muñoz más parecen esas venus de Lespugues o de Willendorf cuya anatomía deforma el artista para adaptarla al sentido que quiere transmitir. Ni hoy en día existen bailarinas con tutúes que les coman los pies ni entonces hubo mujeres con semejantes cuerpos, pero en ambos períodos el artista sintió la necesidad de asumir la forma humana para darle luego un nuevo sentido que parta desde esa base conceptual.

Igual sucede en su Escena de la Ultima Conversación (1994-95) > donde las figuras poseen forma de peonza para indicar que es imposible el desplazamiento. Y esta angustia de no poder desplazarse se refuerza en el sonido inaudible siempre presente –o ausente- en la obra de Muñoz. En efecto, las figuras parecen conversar entre ellas pero no hay palabras, no hay nada que indique la vibración pero existe como de hecho se da en la figura que pega su oreja a la pared donde es precisamente la conversación la que está ausente.

En El apuntador (1998), Juan Muñoz reflexiona sobre la ruina y la memoria, sobre el tiempo o sobre el efecto del tiempo en el espacio. Un pequeño personaje se esconde bajo una caja que asoma a un escenario de nuevo con un suelo distorsionante e inverosímil, y trata de recordar a un personaje ausente algo que espera que recite. No hay nadie, hay la angustia de que lo que decimos es necesario pero no está allí la persona indicada para escucharnos. Es la soledad del individuo antes comentado que se agrupa por caracteres sociales vacíos de contenido, exteriores como la vestimenta o el equipo de fútbol y cuando necesita ser escuchado no hay nadie en el escenario de su vida, -es la ruina-, produciéndose entonces la necesidad de respuesta y de recuerdo y es lo que precisamente provoca esta figura, que recordemos a la que está ausente y no lo que debería de recordar esta ausencia.

Pero nunca dejará de abordar la incomunicación humana ironizada a través del intento de comunicación y aún más en la angustia de no conseguir esta información recíproca en Conversation Place (1998) donde unos seres peonza tratan de establecer en un espacio abierto una serie de intercomunicaciones entre sí. Es más, una figura central trata de hablar solemnemente como si tuviera algo importante que decir mientras el resto intenta escucharla aún a sabiendas de que no lo harán en un perfecto baile de autistas.

Su última obra, la que le valió el espaldarazo final internacionalmente, fue la que expuso en la Sala de las Turbinas de la Tate Gallery de Londres. En efecto Double Bind (2001) supuso la primera obra expuesta en este espacio por un español además de tener el honor –o el problema- de suceder en la instalación a la incombustible Louise Bourgeois que había dispuesto anteriormente una obra que desarmaba al espectador. Al respecto, Juan Muñoz comentaba en el diario británico Life, «Por supuesto, respeto a Louise Bourgeois porque tiene 90 años y porque es una gran dama. Pero cuando la gente vea mi pieza, ni siquiera se acordará de lo que hizo ella».

Delirios megalómanos aparte, el propio artista comentaba que esta obra se basaba en un «término médico relacionado con las teorías desarrolladas para superar la esquizofrenia y el desplazamiento emocional» que en los años 50 lanzó Gregory Bateson, problemas que él mismo tomó contacto en una experiencia personal. La instalación resume en sí toda la obra del artista. Posee balcones, pasamanos, enanos, bailarinas, y sobre todo la articulación del espacio. Juan Muñoz ha imaginado una serie de nuevos escenarios que involucran al espectador como explorador del cambio de escala entre el edificio y el espacio. La parte superior se encuentra llena de luz y son dos ascensores, con una parte inferior como un traje oscuro donde se despliegan 37 figuras de un metro a mucha distancia unas de otras de manera que el visitante las distingue individualmente y establece un diálogo con ellas.

Pero lo curioso es que al verla o que uno piensa es ¿dónde está la instalación? Para poder apreciarla, hay que caminar hasta ella, penetrar dentro, en su sótano. Son los temas que siempre ha abordado en su obra, lo visible y lo invisible, lo teatral y la puesta en escena. Ha dispuesto una instalación horizontal en un espacio que es sobre todo vertical. Desde un balcón se observan dos ascensores que recorren la altura de la sala con un techo que está hecho a base de trampantojos geométricos y que queda por debajo del público visitante. Es una instalación barroca, por sus trampantojos, sus sorpresas, sus impactos y escenografías, pero es en fin una obra que nos habla de una constante en la vida del hombre desde hace decenas de miles de años hasta hoy, es la constante de crear mundos, escenas, paisajes, seres inanimados que con su ser, con su hecho de ser creación expresen el interior del ser humano.

Esas expresiones son monstruosas para el espíritu clásico del cual sólo el mundo prehistórico-primitivo y el contemporáneo no participan. Frente las venus auriñacienses, los bisontes de Altamira o los guanacos patagónicos, frente a la Sara de Juan Muñoz, se alzan los verdaderos monstruos de las industrias, del dinero y de la injusticia social. Y hoy como ayer el artista siente la necesidad de expresar esa lucha contra la realidad creando la suya propia que distorsiona lo que ve, lo asume para modificarlo a su antojo y así poder perturbar al espectador con visiones divergentes que lo azoren. Y los monstruos tienen mucho que decir en esa dialéctica, esos monstruos que todos llevamos dentro.

- BIBLIOGRAFÍA

Lo reciente de su obra hace que las fuentes fundamentales sean sobre todo internet y artículos de prensa que por su inmediatez son capaces de analizar los fenómenos actuales con mayor rapidez.

En las primeras destacan:

- www.agoradart.com
- www.altearte.com
- www.masdearte.com
- www.arteparte.com
- www.terra.es/noticias/cultura
- www.artehistoria.com

En las segundas:

- RODRÍGUEZ FOMINAYA, Álvaro, Tras Bourgeois, Juan Muñoz, en El Periódico del Arte nº 46, julio 2001, pag. 9.
- CARRILLO DE ALBORNOZ, Cristina, Juan Muñoz, más allá de la escultura, en Descubrir el Arte nº 28, junio 2001, pags. 72-76.
- JIMÉNEZ-BLANCO, María Dolores, Juan Muñoz, narrador de historias, en Descubrir el Arte nº 32, octubre 2001, pags. 42-46.
- JARQUE, Vicente, La figura táctil o las imágenes de Juan Muñoz, en Arte y Parte, abril de 2001.

Sobre el mundo primitivo y prehistórico han sido fundamentales:

- CARDEÑOSA, Bruno, El Código secreto, 2001, Grijalbo, Madrid.
- ELIADE, Mircea, El mito del eterno retorno, 2000 (1951), Alianza Editorial, Madrid.
- LEAKEY, R. E. y LEWIN, R., Nuestros orígenes: en busca de lo que nos hace humanos, 1995, Crítica, Barcelona.

DATOS SOBRE EL AUTOR

Aarón A. Reyes Domínguez
Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla
email: tyndaro@hotmail.com